España medicaliza la pobrezaSofía Pérez Mendoza, Victòria Oliveresel marzo 29, 2024 a las 8:21 pm

Marta y Laura son dos mujeres de 61 años que viven en la misma ciudad. Su historial médico es coincidente: son hipertensas y tienen problemas de rodilla. Ambas están esperando para ponerse una prótesis en la sanidad pública. Con el paso de los meses, Marta y Laura empiezan a mostrar una evolución diferente de sus dolencias.

Marta está saliendo a caminar y se ha apuntado a un entrenador personal que le guía en los ejercicios, positivos tanto para una dolencia como otra. Está intentando cocinar más y come mejor, gracias al apoyo de su hija, que es nutricionista y la está ayudando a equilibrar su dieta. Gana un sueldo que le permite comprar fruta, verdura y pescado fresco todas las semanas. Ha disminuido de peso y la rodilla le duele menos; la mejora del estilo de vida también le ha facilitado reducir la dosis del fármaco para la hipertensión. Eso le ha dicho la médica de familia.

Al contrario que Marta, Laura ha necesitado más pastillas con el tiempo. Trabaja en atención a domicilio de personas dependientes, a las que ayuda a levantarse de la cama y ducharse, y el dolor de la rodilla se ha agudizado. Ha pedido a su médico más ibuprofeno y a veces toma tramadol. Sigue comiendo rápido y mal porque su empleo es a turnos y en su tiempo libre, el que le queda fuera del trabajo, cuida de su madre. Gana el salario mínimo interprofesional.

Marta y Laura no son reales pero podrían existir en cualquier ciudad de España para explicar por qué la salud es también una cuestión de renta. elDiario.es ha analizado la Base de Datos Clínicos de Atención Primaria (BDCAP) del Sistema Nacional de Salud, una muestra aleatoria de 12,7 millones de pacientes que acuden a los centros de salud públicos. La revisión de los datos confirma cómo las personas más pobres se medican de forma más frecuente y en mayor cantidad que aquellas que tienen un nivel socioeconómico más alto.

Esto es posible porque la muestra incluye la variable de la renta con cuatro grupos diferenciados: los que tienen unos ingresos muy bajos –la renta anual no procede ni deriva del trabajo sino que se obtiene por otras vías–; los que ganan menos de 18.000 euros al año; aquellos que ingresan entre 18.000 y 99.000; y los que tienen una renta que supera los 100.000 euros anuales (estos últimos son solo el 1% de la muestra).

«Sabemos que hay cuestiones vinculadas a lo social que se acaban medicalizando. Por ejemplo, imaginemos una persona con EPOC (enfermedad pulmonar obstructiva crónica) que no puede mantener su casa a una temperatura adecuada en invierno. Esa paciente va a tener más reagudizaciones y, por tanto, necesitará más medicación. La dolencia se puede descompensar y como no se pueden tomar otra serie de medidas, es la medicación lo que llega», expone Pilar Rodríguez-Ledo, presidenta de la Sociedad Española de Médicos Generales y de Familia (SEMG).

Los datos muestran la brecha por renta en el porcentaje de pacientes con alguna receta en 2022. Si miramos en el grupo más rico, algo más de uno de cada dos (56%) recibieron la prescripción de algún fármaco y fueron a la farmacia a recogerlo. Sin embargo, si nos fijamos en los más pobres, el porcentaje escala hasta el 74% (para rentas inferiores a 18.000 euros). Entre los más precarios de la escala, los que no tienen siquiera renta, la proporción sube otros diez puntos hasta el 84%. Estas diferencias podrían estar influidas por la diferente proporción de personas mayores que hay en cada grupo. Sin embargo, la diferencia se reproduce, en mayor o menor medida, en todos los tramos de edad.

«A veces el sistema sanitario es el único lugar al que van las personas pobres a resolver sus problemas porque es donde encuentran algún tipo de ayuda. Si alguien no tiene empleo, su ánimo baja, se encuentra deprimido o deprimida y va al médico donde le recetan una pastilla», pone como ejemplo Juan Carlos Llano, responsable de investigación de EAPN-ES, la red europea ONG especializadas en la lucha contra la pobreza.

La EAPN ya exploró la relación entre la pobreza y la salud a través de un informe publicado en 2019. Observaron las mayores diferencias de acceso en los servicios con escasa cobertura –y largas listas de espera– en la cartera pública: el dentista, el fisioterapeuta o los psicólogos y psiquiatras.

Concluyeron también que el 18,6% de las personas de hogares con pobreza habían tenido que restringir su actividad habitual por «dolores o síntomas de alguna enfermedad», casi cinco puntos por encima que las personas con mejor situación económica; y accedían menos a pruebas preventivas (mamografías o citologías) y chequeos de la tensión, el azúcar o el colesterol.

Hay otro indicador que pendula en función del nivel de renta: las dosis diarias definidas por mil personas atendidas y día. Este indicador muestra la cantidad de fármacos consumidos por cada grupo, y no solo la proporción de personas a las que se les ha recetado algún medicamento durante el año. De esta forma, el indicador se incrementa si en un grupo se recetan más medicamentos que se tienen que tomar durante periodos largos.

No es extraño que las dosis recetadas se multipliquen con la edad, pero también aumentan en los grupos de menor renta. Las diferencias pueden verse en el gráfico de abajo.

Manuel Franco, epidemiólogo social e investigador en la Universidad de Alcalá de Henares, acota la «gran medicalización a partir de los 50 y 60 años» en todas las franjas de renta. A esa edad, subraya, se observan cómo de aquellos polvos vienen estos lodos: «Si vemos quién tiene peor salud, coincide con los que son más vulnerables o tienen un nivel socioeconómico más bajo». «A estas alturas, esto es impepinable, no se puede discutir. Los médicos podemos decir: sal a pasear, ve a la naturaleza los fines de semana y come fruta y verdura, ¿pero quién tiene tiempo y posibilidades de hacer eso? Los que ganan menos de 18.000 euros al año son los que no», analiza.

«No sé si se puede decir que el nivel socioeconómico de la población causa de enfermedad directa pero sí un determinante en el proceso de enfermar. Y la enfermedad viene de la mano de la polimedicación», agrega Rodríguez-Ledo. Aquí salta otra brecha: la medicación crónica se multiplica en los pacientes de menor renta.

Si tomamos, de nuevo, el grupo de 35 a 64 años, un 27% de los pacientes atendidos de la horquilla más alta de renta contaba tomaba un fármaco de manera habitual. El porcentaje es prácticamente el doble (50%) en las personas de muy bajo nivel económico. La distancia entre unos y otros también se nota en el número de fármacos crónicos: si en la prescripción de uno casi no hay brecha, a medida que la cantidad aumenta –hasta diez– también lo hace la diferencia.

Por medicamentos, los datos también revelan diferencias en el consumo: se nota en los fármacos para tratar el dolor (analgésicos y antiinflamatorios), la ansiedad y la depresión. El porcentaje de pacientes que terminaron con una receta de ibuprofeno es el doble en el grupo más pobre (32% vs 15%). La distancia se ve también muy claramente en la prescripción de antiinflamatorios (77,1% vs 34,3%) y de ansiolíticos (14,9% vs 9,7%). En el caso de los antidepresivos, la proporción se triplica (12,2% vs 4,6%).

Aquí interviene directamente, sostiene el investigador de la Universidad de Alcalá de Henares, la precarización del trabajo. «Cuando eres tan precario que tienes miedo de perderlo, te tomas lo que haga falta para seguir», ilustra. Y prosigue: «Y no solo es eso, se trata de la dificultad para cuidarse trabajando a destajo y sin tener tiempo de nada».

El Ministerio de Sanidad publicó un documento en diciembre que recomendaba incluir en la historia de salud digital de los pacientes sus «condicionantes sociales y de contexto familiar», como la clase social, si se vive o no de alquiler o la orientación sexual.

El director general de Salud Pública, Pedro Gullón, respondió sobre la iniciativa en una entrevista con elDiario.es: «Si decimos que la salud no depende de nuestras decisiones individuales, sino de nuestro contexto y de nuestras condiciones de vida, tendremos que saber en qué condiciones de vida está la gente» para tener la capacidad de «realizar acciones específicas», aunque aseguró que habría que «hacerlo con cuidado con la protección de datos».

«Medicalizar la vida no es la mejor solución, ni por salud ni por problemas sociales. Pero la medicalización dentro de nuestras poblaciones es una de las formas que hemos encontrado de afrontar los vaivenes de nuestra sociedad y nuestro estilo de vida. Y eso debería llevarnos a una reflexión», concluye Rodríguez-Ledo.

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