Desde este viernes 24, las jóvenes que lleguen a su mayoría de edad en Estados Unidos van a tener menos derechos que sus madres y sus abuelas. El voto de la mayoría del Supremo ha logrado ese resultado sin siquiera considerar cómo las mujeres han confiado hasta ahora en el derecho a elegir ni lo que significa dejarlas sin él. El hecho de que la mayoría se haya negado incluso a considerar la forma en que revocar los fallos de Roe y de Casey alterará la vida de las mujeres representa por sí solo una crítica apabullante contra su decisión.
Una última consideración desaconseja el fallo de la mayoría: la propia polémica en torno a los casos de Roe y de Casey. La mayoría dice que en el precedente de Casey se actuó fuera de los límites de la ley para suprimir el conflicto sobre el aborto, para imponer un «acuerdo» sobre la cuestión, sin principios, con la intención de acabar con la «división nacional».
Pero eso no es lo que ha hecho el precedente de Casey. Como se ha mostrado anteriormente, en el fallo Casey se aplicaron los principios tradicionales del precedente judicial para reafirmar el fallo de Roe contra Wade, los mismos principios que ahora está ignorando la mayoría.
En el fallo Casey se evaluó cuidadosamente el cambio de circunstancias (ninguno) y los intereses comprometidos (profundos). Se consideraron todos los aspectos del marco de funcionamiento del fallo Roe, que fue analizado siguiendo la ley, y se llegó a la misma conclusión que exigía la ley.
Es cierto que el fallo Casey tuvo en cuenta la «polémica nacional» sobre el aborto. En 1992, igual que en 1973, la Corte sabía que el aborto era un «tema divisivo». Pero las razones del fallo Casey para reconocer el conflicto público eran exactamente las contrarias a las que la mayoría insinúa ahora. Si en el fallo Casey se habla de la polémica nacional es para enfatizar lo importante que era, precisamente en ese caso, que la Corte Suprema se ciñera a la ley. Ojalá la mayoría de hoy hubiera hecho lo mismo.
Considerese a continuación cómo ha resumido la mayoría este aspecto del fallo Casey:
«La creencia del pueblo estadounidense en el estado de derecho se vería afectada si se perdiera el respeto por esta Corte como institución que falla casos importantes basándose en principios, no en «presiones sociales y políticas». Cuando la Corte anula un fallo polémico que marcó un hito, como el de Roe, existe el riesgo particular de que el público perciba que una decisión ha sido tomada por razones sin principios. Una decisión que anulase el fallo Roe se percibiría como si se hubiera tomado ‘bajo fuego’ y como una ‘rendición a las presiones políticas'».
Nos parece una buena descripción. Y nos parece correcta. La respuesta de la mayoría es (si la entendemos bien): ‘bueno, sí, pero tenemos que aplicar la ley’. A lo que el fallo de Casey habría dicho: esa es precisamente la cuestión. Aquí, más que en ningún otro lugar, el tribunal tiene que aplicar la ley, especialmente la ley del precedente judicial. Aquí, donde sabemos que los ciudadanos van a seguir impugnando el fallo de la Corte porque hay «hombres y mujeres de buena conciencia» en profundo desacuerdo con el aborto. Cuando lleguen esas impugnaciones pero no haya bases legales para cambiar de rumbo es cuando el tribunal debe de ser firme, mantenerse en su sitio. Eso es lo que exige el estado de derecho. Y de eso depende el respeto a este tribunal.
Como explica el fallo Casey, en un ambiente tan cargado como este, «la promesa de constancia, una vez dada, obliga al que la ha hecho”, mientras “la comprensión de la cuestión no haya cambiado tan fundamentalmente como para hacer obsoleto el compromiso». El incumplimiento de esa promesa es «nada menos que una violación de la confianza». «Y ningún tribunal que rompa la confianza del pueblo puede esperar sensatamente que se le reconozcan los principios». Ningún tribunal que rompa la confianza de esa manera merecería crédito por sus principios. Como uno de los autores del fallo Casey escribió en otra decisión, en «contextos políticos sensibles» donde «abunda la polémica partidista», «nuestra legitimidad requiere, por encima de todo, que nos adhiramos al principio del precedente judicial».
En una ocasión, el juez Jackson calificó como “arma cargada” a un fallo en el que disentía, listo para ser utilizado de forma indebida. Nuestro temor es que el fallo de hoy, que sin ninguna razón legítima se desvía del principio del precedente judicial, es en sí mismo un arma cargada.
El debilitamiento del principio de precedente judicial amenaza con derrocar doctrinas jurídicas fundamentales. El debilitamiento del principio de precedente judicial crea una profunda inestabilidad jurídica. Y como reconoció el fallo Casey, debilitar el precedente juidicial en un caso tan polémico como este pone en duda el compromiso de esta Corte con los principios jurídicos. Hace que el tribunal parezca agresivo antes que contenido; dispuesto a avanzar antes que a moderarse. En todos esos sentidos, nuestro temor es que la decisión de hoy apunta contra el estado de derecho.
«El poder, no la razón, es la nueva moneda de cambio de esta Corte». El fallo Roe se ha mantenido durante 50 años. El fallo Casey, un precedente sobre el precedente que confirma específicamente a Roe, se ha mantenido durante 30 años. Y la doctrina del precedente judicial, un elemento fundamental del estado de derecho, se mantiene firme detrás de la vigencia de los dos fallos. El derecho que esas decisiones establecieron y preservaron está arraigado en nuestro derecho constitucional, y se origina y conduce a otros derechos que protegen la integridad corporal, la autonomía personal y las relaciones familiares.
El derecho al aborto también está arraigado en la vida de las mujeres, ya que determina sus expectativas, influye en sus decisiones sobre las relaciones y sobre el trabajo, y apoya (como todos los derechos reproductivos) su igualdad social y económica. Desde el reconocimiento (y la afirmación) de este derecho, nada ha cambiado para apoyar lo que la mayoría decide hoy. Ni la ley, ni los hechos, ni las actitudes han aportado nuevas razones para llegar a un resultado diferente al de Roe y al de Casey. Lo único que ha cambiado es esta Corte.
Mississippi, y otros estados, sabían perfectamente lo que hacían cuando introdujeron nuevos desafíos legales a los fallos de Roe y de Casey. La prohibición de las 15 semanas que aquí nos ocupa fue promulgada en 2018 en Mississippi. Otros estados siguieron rápidamente: entre 2019 y 2021, ocho estados prohibieron los procedimientos de aborto en plazos que oscilaban entre las 6 y las 8 semanas posteriores al embarazo, y tres estados promulgaron prohibiciones totales.
El propio estado de Mississippi decidió en 2019 que no había llegado lo suficientemente lejos: un año después de promulgar la ley que nos ocupa, el estado aprobó una restricción de 6 semanas. Un senador estatal de Mississippi que votó en favor de las dos leyes pronunció en voz alta lo que era evidente. «Mucha gente ha pensado», explicó, «por fin tenemos» un tribunal conservador, “este sería un buen momento para empezar a poner a prueba los límites del fallo Roe».
En su petición de certiorari, el estado de Mississippi ejerció cierta moderación inicial. Instaba a la Corte a limitarse a hacer retroceder los fallos de Roe y Casey, asegurando específicamente a la Corte que «las cuestiones presentadas en esta petición no requieren que el tribunal anule» esos precedentes. Pero a medida que Mississippi iba confiando en sus posibilidades, decidió ir a por todas. Pidió a la Corte que anulara los fallos de Roe y de Casey. Solo se conformarían con todo.
Esta Corte indicó al principio de esta temporada judicial que la estratagema de Mississippi funcionaría. Texas era uno de los varios estados que habían prohibido recientemente los abortos después de 6 semanas de embarazo, añadiendo a esa restricción, «flagrantemente inconstitucional», un plan inédito para «eludir el escrutinio judicial». Y cinco jueces accedieron a esa cínica maniobra. Permitieron que Texas fuera en contra de los fallos constitucionales de esta Corte, anulando los fallos de Roe y de Casey antes de lo previsto en el segundo estado más grande de la nación.
Y ahora cae el otro zapato, cortesía de esa misma mayoría de cinco personas (aunque creemos que la opinión del presidente de la Corte Suprema también es errónea, que nadie piense que no hay una diferencia enorme entre defender la prohibición de las 15 semanas por los motivos que él defiende y permitir a los estados prohibir el aborto desde el momento de la concepción).
Ahora una nueva y raspada mayoría de esta Corte, actuando tan pronto como le es posible, anula los fallos de Roe y de Casey. Convierte una serie de opiniones discrepantes en las que se expresa aversión por los fallos de Roe y de Casey en una decisión que da luz verde a la prohibición total del aborto. Elimina un derecho constitucional de 50 años que salvaguarda la libertad y la igualdad de las mujeres. Rompe un principio básico del estado de derecho, diseñado para promover la continuidad de la ley. Al hacer todo esto, pone en peligro otros derechos, desde la anticoncepción hasta la intimidad y el matrimonio entre personas del mismo sexo. Y, por último, socava la legitimidad del tribunal.
El propio fallo de Casey hace esta última argumentación para explicar por qué no anularía el fallo de Roe, aunque algunos miembros de su mayoría podrían no haber votado por Roe en su día. Como hemos hecho aquí, en el fallo de Casey se explica la importancia del precedente judicial; lo improcedente de los casos West Coast Hotel y Brown; y la ausencia de un «cambio de circunstancias» (u otra razón) que justifique la revocación del precedente.
«El tribunal», explica el fallo Casey, «no podía pretender» que la anulación del fallo Roe tuviera alguna «justificación más allá de una disposición doctrinal actual para salirse del camino del tribunal de 1973». ¿Y anularlo por ese motivo? Citando al juez Stewart, el fallo Casey explica que hacerlo, revocar la ley anterior «sobre una base tan poco firme como un cambio en la composición [de la Corte]», invitaría a pensar que «esta institución no tiene grandes diferencias con relación a los dos poderes políticos del Gobierno».
Ningún punto de vista, se dice en el fallo Casey, podría hacer «un daño más duradero a este tribunal y al sistema de derecho al que es nuestra misión permanente servir». Anular el fallo Roe, concluyen en Casey, haría pagar a la Corte un «precio terrible».
Los jueces que escribieron esas palabras, O’Connor, Kennedy y Souter, eran jueces de sabiduría. No habrían ganado ningún concurso de pureza ideológica como la que algunos analistas de la Corte Suprema esperan ahora de los jueces. ¿Pero y si hubiera premios para los jueces que dejaron este tribunal mejor de lo que lo encontraron? ¿Y para los que hicieron mejor este país por esa misma razón? ¿Y un estado de derecho más fuerte? Ahí sí habría que apuntar a esos jueces.
Ellos sabían que «la legitimidad del tribunal [se] gana con el tiempo». También habrían reconocido que se puede derrumbar mucho más rápidamente. Se esforzaron por evitar ese resultado en el fallo Casey. El público estadounidense, pensaron, nunca debería llegar a la conclusión de que sus protecciones constitucionales penden de un hilo, de que una nueva mayoría, adherida a una nueva «escuela doctrinal», podría eliminar sus derechos «a fuerza de números». Es difícil, por no decir imposible, llegar a la conclusión de que lo que acaba de suceder aquí es otra cosa.
«No es frecuente en Derecho que tan pocos hayan cambiado tantas cosas tan rápidamente», dijo en una ocasión uno de nosotros. Esa frase nunca ha sido más cierta que hoy para todos nosotros, en el tiempo que hemos estado en esta Corte. Al anular los fallos de Roe y de Casey, este tribunal está traicionando sus principios rectores.
Con dolor por esta Corte, pero más aún por los muchos millones de mujeres estadounidenses que hoy han perdido una protección constitucional fundamental, disentimos.
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