El alto coste de repetir aleja al alumnado con menos recursos de la universidad: “No podía permitirme suspender asignaturas”Daniel Sánchez Caballero, Marta Pastrano Lópezel febrero 12, 2023 a las 9:00 pm

A Silvia Martínez se le está enredando la universidad por momentos. Esta estudiante de Farmacia suspendió dos asignaturas el curso pasado, lo que ha desencadenado un efecto cascada que, teme, acabe prolongando sus estudios más de lo que le gustaría. Y no por motivos académicos. Por dinero.

Martínez cuenta que ha tenido que renunciar a cursar algunas asignaturas que le tocarían este año. “Veía que no podía gestionar tantas asignaturas y tuve que escoger”, explica. “No podía permitirme suspender unas por estudiar otras, porque iba a tener que pagarlas el año que viene”, elabora. Esta estudiante se refiere al sistema de precios universitarios, un modelo (anómalo) que penaliza económicamente suspender. Y mucho.

El coste de las segundas, terceras y sucesivas matrículas –las que paga todo el mundo porque no las cubren las becas– en España se multiplica varias veces. Y lo hace, se sorprende Vera Sacristán, presidenta del Observatorio del Sistema Universitario (OSU), de manera dispar y sin un criterio aparente: como se ve en el gráfico, realizado a partir del informe Precios públicos de matrícula: ¿ya está? del OSU, en unas comunidades la segunda matrícula cuesta un 36% más (un factor de multiplicación 1,36), en otras se duplica; las terceras y cuartas tienen directamente vida propia.

El ejemplo más extremo de la disparidad de precios es La Rioja: en la primera matrícula de los grados más baratos allí cuesta 14,08 euros el crédito. A partir de ahí se empieza a disparar: 29,18 euros la segunda, 63,22 la tercera y 87,54 la cuarta y sucesivas. Esto es: una asignatura estándar de seis créditos cuesta 84,48 euros la primera vez; 175,08 la segunda; 379,32 la tercera y 525,24 la cuarta. El precio se multiplica por 6,2.

La situación la sufren especialmente los estudiantes de familias de nivel socioeconómico bajo, a los que suspender una asignatura les supone una especie de triple castigo: el económico de tener que afrontar el pago de materias suspensas que te pueden costar lo mismo que un curso entero, el temporal que explicaba Martínez (pospones asignaturas y se alarga la carrera) y el coste de oportunidad de retrasar la incorporación plena al mercado laboral.

Lo explicaba también un estudio sobre las causas del abandono universitario elaborado para el Ministerio de Universidades que presentó el ministro Joan Subirats el año pasado. El texto señalaba, entre otras causas, el coste de la matrícula del grado cursado y su origen socioeconómico y procedencia como dos de los factores que más condicionan seguir en los campus o abandonarlos. “La existencia de estas desventajas sociales, económicas y culturales hacen que no se puedan permitir no tener un buen rendimiento en la universidad”, se lee.

La causalidad que establece el estudio es la esperable: a mayor precio de matrícula (y esto incluye la repetición de asignaturas), mayor abandono. La autora del informe, María Fernández Mellizo-Soto, socióloga y profesora en la Facultad de Educación en la Universidad Complutense de Madrid, señaló durante la presentación que eliminar la penalización económica que implica repetir una asignatura es una de las mejores soluciones al abandono.

Esto se observa en el estudio Evolución del acceso a la universidad y de la elección de titulación universitaria entre la población joven en Catalunya, que ofrece algunos datos sobre esta circunstancia en los últimos años, en paralelo al encarecimiento de las matrículas. Los datos muestran cómo mientras la subida de los precios por sí misma no expulsó al alumnado más humilde de la Universidad de manera masiva, sí cambió su forma de comportarse y afrontar los estudios.

El informe –elaborado por las profesoras Helena Troiano, Dani Torrens, Albert Sánchez-Gelabert y Lidia Daza, del Grupo de Investigación en Educación y Trabajo de las universidades Autónoma y de Barcelona– divide al estudiantado catalán en tres grupos según su origen socioeconómico (se evalúa el nivel formativo de los padres, que a su vez correlaciona directamente con la renta familiar) y evalúa su presencia por un lado en las titulaciones más caras y por otro lado en las más difíciles en función del rendimiento que tiene el alumnado en ellos –varias ingenierías, Matemáticas, Física o Medicina serían algunos ejemplos–.

Y dicen los datos que pese a la subida de precios entre 2002 y 2014 la proporción entre los diferentes grupos de estudiantes en las carreras más caras se mantuvo bastante estable: aunque la presencia de alumnado de familias más favorecidas siempre es ligeramente superior, el reparto de estudiantes en función de la renta era muy similar en estos grados en 2002 y en 2014.

No sucede lo mismo con los grados más difíciles, los que tienen una menor tasa de rendimiento (créditos aprobados). Aquí la brecha se ha ido agrandando: mientras en 2002 el reparto de estudiantes en las carreras de mayor dificultad estaba equilibrado (un tercio cada grupo, aproximadamente), según pasaron los años y se encarecieron las matrículas se fue creando una diferencia primero y ampliando la brecha después: en 2014, cuando más disparado estaba el precio del crédito y el de repetir, los estudiantes con más recursos eran claramente mayoritarios.

¿Cómo se traduce esto? El estudio explica que «los estudiantes han llevado a cabo estrategias de reducción del riesgo en su acceso a la universidad». Sacristán lo pone en términos sencillos: «El porcentaje de estudiantes de clases desfavorecidas en carreras más difíciles, con mayor tasa de repetición, está cayendo. Lleva años cayendo». Y los estudiantes lo bajan a su realidad material: «Tengo que recuperar dos del año pasado, así que he dejado otras sin matricular para cursar el año que viene”, comenta Mar Barrientos, estudiante de Derecho. “Prefiero ir a lo seguro que tener que pagar más del doble por repetir asignaturas», explica.

Esta situación supone para muchos quedarse por el camino, en ocasiones de manera preventiva, como muestra el estudio catalán. «A medida que el precio se vuelve más caro condiciona más», explica Sacristán. «Condiciona de manera doble: tienes que dedicar años de tu vida a estudiar y trabajar con problemas, a jornada partida, lo que ya es un sacrificio».

A Alejandro Suárez las tres asignaturas que ha tenido que repetir este curso le han costado 720 euros. Un año entero estándar –diez asignaturas, normalmente– son en su caso 1.100 euros. Este estudiante de periodismo explica que trabaja durante los veranos para pagarse el grado, pero «ni siquiera lo que cobraba un mes entero llegaba a cubrir el coste completo de la matrícula».

Lo que cuesta entender, incluso a expertas en la cuestión como Sacristán, es el criterio con el que se fijan los precios. La situación se arrastra de alguna manera a raíz del conocido como ‘decreto Wert’, de 2012, que vinculó el precio de los estudios, lo que debían pagar las familias, a su supuesto coste real. «Los precios públicos cubrirán entre el 15% y el 25% de los costes en primera matrícula; entre el 30% y el 40% de los costes en segunda matrícula; entre el 65% y el 75% de los costes en la tercera matrícula; y entre el 90% y el 100% de los costes a partir de la cuarta matrícula», estableció el exministro popular.

Aquel decreto modeló los precios que aún rigen hoy. Porque desde entonces se ha modificado el sistema de precios, pero solo el de la primera matrícula. Algunas comunidades, como Catalunya o la Comunitat Valenciana, han rebajado también los de las sucesivas, pero no es la norma, como constata el OSU en su informe. De aquellos barros, estos lodos.

¿El problema? No existe un cálculo fiable de lo que le cuesta a las universidades dar clase. «El ‘coste del servicio’ [al que alude el decreto Wert como referencia] no está definido», explica Sacristán. «¿Qué es el servicio? ¿Para Madrid sería el coste de la docencia universitaria en toda la comunidad o el coste de la Universidad Carlos III de Madrid para esos estudios? ¿El de ese departamento? ¿El de la asignatura?».

Se responde ella misma, consciente de que no hay explicación razonable para sus preguntas retóricas: «Como no hay ningún criterio, se llega al punto de que se tienen que listar los estudios por grupos». O sea, no atiende a unos parámetros objetivos medibles sino que se establece el coste y hay que colocar los estudios en un sitio.

Porque ante la falta de respuestas, de concreciones, se ha decidido establecer el coste de los estudios en función del grado de experimentalidad, de si requieren de más o menos medios para realizarse (hay que usar laboratorios, maquinaria…). Un error, en opinión de Sacristán. «Si hablamos del coste de cada carrera por separado, las carreras más caras no serían las que más laboratorios o experimentalidad requieren, sino las que menos estudiantes tienen. Pero eso no se hace», se sorprende.

Otra circunstancia es que el «castigo económico» por repetir, como lo define Sacristán, es particular de España. «Esto en Europa no pasa. Cuando hay algún tipo de penalización económica no se traduce en un castigo inmediato a cada asignatura, es un castigo económico (cuando sucede, que se da en pocos países) cuando pasas en la carrera un porcentaje de tiempo superior al que deberías (para una carrera de tres años entras en el quinto, por ejemplo)», explica.

Esta profesora de la Universidad Politécnica de Catalunya matiza que considera positivo que la administración busque «un uso eficiente de los recursos públicos y se haga algo para que el estudiante no se eternice», pero cree que el castigo económico lineal no es la respuesta. Recuerda Sacristán otras alternativas, como la llamada «fase selectiva», por la que un estudiante tenía dos años para completar el primer curso de un grado si no quería ser expulsado, el límite en el número de convocatorias a las que se puede apuntar un estudiante o el «parámetro alfa», por el que hay que aprobar un determinado porcentaje de los créditos en los que alguien se ha matriculado. «El incentivo económico solo busca disuadir y recaudar», cierra.

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